Heraldos en el Mundo
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15 marzo, 2018
La niña rezaba todos los días, creyendo que San José enseguida la curaría. No obstante, los años pasaban y continuaba ciega. ¿Sería que la promesa no se cumpliría?
Carolina Amorim Zandoná
La majestuosidad del castillo proclamaba el coraje y la gallardía de sus señores. Enclavado en lo alto de unas montañas rocosas, aparecía incólume a la intemperie y al desgaste implacable de los siglos. Sus paredes, si pudieran hablar, tendrían interesantísimas historias que contar en interminables veladas.
Uno de los episodios más atrayentes narrados en las reuniones familiares había ocurrido muchas generaciones atrás, cuando tuvo lugar la dedicación de la capilla en honor de San José. Fue el resultado de una promesa que hizo el duque si su ejército ganaba una importante batalla, lo que dio origen a la entrañable devoción de su linaje al Patriarca de la Iglesia.
Pero después de tantos años sin que las inclemencias del tiempo consiguieran sacudir las piedras de la fortaleza, ni perturbar el sosiego de sus ilustres habitantes, el infortunio les alcanzó de una forma terrible: pasaban los años sin que Dios le concediera a la actual castellana la dádiva de un heredero. Su valiosa estirpe corría el riesgo de ser borrada de la Historia.
¿Cómo solucionar tamaña aflicción? Todos los remedios naturales habían sido experimentados, en vano… Era el momento de recurrir a San José, especial protector de la familia y príncipe de la casa de David.
Sin desanimarse, el duque y la duquesa consagraron su matrimonio al esposo virginal de María y confiaban en un milagro. Tras un largo período de incesantes oraciones, he aquí que en breve les nacería un hijo. ¡Qué gozo en aquel hogar! Sin embargo, quiso la Divina Providencia someterlos a otra prueba, quizá más dura que la anterior: tuvieron una niña… ciega.
Ante esta adversidad, el piadoso matrimonio reaccionó con gratitud, serenidad y confianza. Gratitud por haber sido escuchadas sus oraciones: serenidad para vencer la nueva prueba que les había sido enviada, porque sabían que todo concurre para el bien de los que aman a Dios; y confianza porque nunca se oyó decir que nadie que haya acudido a la protección de la Santísima Virgen o a la de San José fuera desamparado.
La pequeña Catalina, aunque ciega, era una niña encantadora. Sus padres la educaron con esmero y a medida que iba creciendo perfeccionaba sus numerosos talentos. Tenía una voz cautivante y conversaba de forma tan amena, atrayente y elevada, que casi se olvidaba de su defecto visual. No sólo era muy inteligente, sino también viva, perspicaz y dotada de fuerza de voluntad sin igual para superar los obstáculos ocasionados por su discapacidad.
Más importante que todo eso era su piedad ejemplar. Era capaz de quedarse horas en la capilla del castillo en oración. Le pedía a San José sobre todo que le concediera la gracia de poder ver algún día, pero con una salvedad: si por desventura llegara a ofender a Dios con su vista, prefería continuar ciega. Había grabado a fuego en su alma lo que su noble madre le enseñó durante las clases de catecismo, que el pecado afea el alma y nos convierte en enemigos de Dios, de los santos y de los ángeles.
Cuando sólo contaba con 10 años, la niña percibió a alguien a su lado mientras estaba jugando en el jardín del castillo. Como no podía ver, extendió sus manos para intentar tocar a quien se encontraba allí. Sintió otras manos más grandes, fuertes y suaves que apretaban las suyas con cariño, y oyó la voz de un varón que le decía con bondad:
—No te aflijas, Catalina. En poco tiempo te curaré… Ve a la sacristía y pídele al capellán una oración, la cual deberás rezar todos los días.
Catalina hizo lo que el afable desconocido le había indicado. Cuando se encontró con el sacerdote le pidió una oración y el buen cura hizo que la repitiera hasta memorizarla:
—Oh glorioso San José, vos que tuvisteis tantas perplejidades durante vuestra vida, enseñadme a sufrir con alegría y amor a Dios para que, al final de esta vida terrena, pueda verlo cara a cara en el Cielo.
La niña empezó a rezarla todos los días, con la firme esperanza de que San José la curaría enseguida.
No obstante, pasaba el tiempo y… para confusión de Catalina, ¡continuaba ciega! ¿Habría sido la voz del glorioso padre adoptivo de Jesús la que habría oído? Incluso en el aparente abandono, ella seguía creyendo en aquellas palabras.
Transcurrieron unos meses y sobre el reino se desató un período de conflictos y guerras. Para defender su ducado, el padre de Catalina se vio obligado a arrostrar una batalla más ardua que cualesquiera de las enfrentadas por sus antepasados.
Antes de entrar en combate, el duque y sus soldados se encomendaron a la poderosa protección de San José, que tantas veces les había librado de situaciones difíciles, y fueron al encuentro del enemigo. Catalina y su madre permanecían en un mirador del castillo desde donde se divisaba buena parte del campo de batalla.
La duquesa iba contándole a su hija lo que avistaba del transcurso de la contienda y rezaba con fervor. Sin embargo, la desproporción de fuerzas era tal que la derrota parecía inevitable. Llevada por un gran arrebato, Catalina le propuso a su madre que hicieran una promesa más: si el ejército de su familia saliera victorioso, consagrarían el ducado a San José.
Acto seguido, un destello brilló en el cielo y los ojos de Catalina se abrieron a la luz del día. De lo alto de la torre ahora veía no sólo a los batallones luchando, sino también a un inmenso escuadrón de ángeles revestidos de armaduras, con escudos y espadas en sus manos, que bajaba del Cielo por orden de San José, a fin de auxiliar a su padre en la lucha.
A esas alturas los soldados del duque continuaban combatiendo con bravura, incluso bajo la amenaza de salir derrotados. De repente, oyeron gritos de terror y toques de retirada. El enemigo retrocedía sin explicación humana alguna.
Al llegar a la ciudadela, todo el pueblo los estaba esperando, encabezado por la duquesa y Catalina, ¡completamente curada! Entonces se celebró una solemne Misa en acción de gracias, en la que se consagró todo el ducado a San José, ¡el victorioso! Y quedó registrado en los anales de la dinastía ducal este otro estupendo y milagroso triunfo.