Les haré tres preguntas. Quien acierte perfectamente, se quedará con la herencia.
Señores duques y barones —dice el gran Emperador de barba blanca—, mi fiel amigo y vasallo Teudegundo entregó piadosamente su alma a Dios, dejando en la Tierra solamente su recuerdo y la añoranza en quienes lo conocieron. Al no tener hijos y habiéndolo precedido su esposa en la mansión de los justos, sus bienes y su tierra están de ahora en adelante en manos mías; y hoy los he reunido aquí para determinar quién entre ustedes merece recibir dicha herencia. Les haré tres preguntas.
Quien acierte perfectamente, se quedará con la herencia.
“Escuchen , pues , la primera pregunta: ¿Dónde está el centro del mundo?”.
Los duques y barones se miraron de reojo, estupefactos. Ninguno sabría decirlo con precisión. pero Carlos continuó:
“Escuchen ahora la segunda: ¿Cuánto creen ustedes que valgo?”. El silencio en la sala del Consejo se hacía cada vez más angustioso.
¿Quién podría responder preguntas tan difíciles?
“La tercera pregunta: ¿Qué estoy pensando?”.
Los presentes se agitaban en sus asientos… “¡Imposible!”, exclamaron varios. “¡Nadie lo conseguirá!”, afirmaron otros. “¡Son preguntas que no tienen respuesta!”.
“Señores, les concedo una semana para reflexionar” — concluyó el gran Carlos, sin pestañear.
Acabada la reunión, todos se retiraron.
* * *
Agreldacio, el más joven entre ellos, acababa de ser nombrado barón tras la muerte de su padre. Pobre, sin tierras ni bienes, vivía solo y sobrevivía únicamente con los frutos de la huerta cuidada por su jardinero, tan joven como él. De regreso a su pequeño castillo, se detuvo ante una delicada imagen de la Virgen que reinaba en el jardín. Le dirigió una oración filial, diciéndole que, si quisiera, Ella podría poner a su alcance la herencia deseada.
Terminaba de hacer la señal de la cruz cuando se acercó el jardinero:
—Señor barón, lo veo preocupado… ¿habrá algo en que pueda serle útil?
Nuestro barón le contó lo ocurrido en el Consejo. El jardinero no pareció atribulado con las preguntas.
—No se preocupe. Tenemos una semana para pensar… Con su permiso, me dedicaré a hacerlo. Creo que podremos encontrar una buena solución. Estas palabras, pronunciadas con seguridad, reanimaron a Agreldacio. Terminada la semana fijada por el Emperador, cuando Agreldacio se disponía a salir, vio llegar a su jardinero, siempre tranquilo pero con un brillo especial en los ojos. Curiosamente, tenía en sus manos una esfera de piedra y un manuscrito con un trecho del Evangelio. Después de saludar a su patrón, le dijo:
—Señor barón, le pido que haga todo lo que le voy a decir, porque tengo buenas esperanzas en el éxito de su empresa. En pocos minutos el inteligente jardinero expuso su plan. Poco después salieron ambos a caballo, rumbo al palacio del Emperador.
* * *
En la sala del Consejo reinaba una gran expectativa. Después de tratar varios asuntos referentes al reino, Carlomagno indagó sobre las preguntas hechas la semana anterior. Respondió un silencio
mezcla de respeto y vergüenza. De repente, del más alejado de los asientos se levantó el más joven de los presentes. Disimulando su sorpresa con una amable sonrisa, Carlos procedió al interrogatorio:
—Señor barón, dime la respuesta a la primera: ¿Dónde está el centro del mundo?
—Majestad, si es verdad que el mundo es redondo, cualquier punto puede ser su centro; entonces, cuánto más el lugar donde se encuentra Su Majestad… —respondió el joven, con una calma inusual para su edad.
Un rumor de aprobación recorrió el auditorio. Los sabios del Imperio se miraban discretamente con admiración.
Contento, el Emperador prosiguió:
—Señor barón, responde a la segunda pregunta: ¿Cuánto crees que valgo?
—Majestad, si Nuestro Salvador, Jesucristo, quiso ser vendido en treinta monedas, ciertamente el Emperador no valdrá más de veintinueve… — replicó el joven con igual serenidad.
La estupefacción llenó el auditorio. ¡Nadie había pensado en eso! La respuesta era perfectamente válida. Todos se preguntaban quién era ese joven. Pero aún faltaba una pregunta por responder… ¡la más difícil!
—Señor barón, respondiste bien a las dos primeras preguntas, y en verdad me admira tu inteligencia. Pero falta una, y me admiraría aún más que lograras acertar. Dime pues, ahora: ¿Qué estoy pensando?
En la sala del Consejo, la tensión llegó al auge….
¿Sería capaz este joven de penetrar en los pensamientos del Emperador?
Sacándose con gracia el sombrero y el manto, descubriendo así el traje de su oficio, el joven respondió con desenvoltura:
—Su Majestad piensa que soy el Barón Agreldacio… Pero no soy sino su jardinero. Y humilde sirviente del Emperador —añadió, haciendo una profunda reverencia.
Un estruendoso aplauso rompió el silencio que hasta ese momento los asistentes habían logrado mantener. Acto seguido, el jardinero pidió a Carlomagno que concediera a su amo la herencia que había merecido por sus respuestas. De buen grado, el generoso Emperador accedió.
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CAUANTAS VECES NOS SENTIMOS SUPERIORES A LOS DEMAS A TAL PUNTO DE ENDIOSARNOS CON LAS GRACIAS COMO LOS DONES QUE NOS REGALA PARA PONERLOS AL SERVICIO DE LOS DEMAS MAS EL ES CENTRO DE MI VIDA Y A EL POR INTERCESION DE LA MADRE SANTISIMA ME POSTRO ANTE SUPLICANDOLE CADA DIA SER LAS INUTIL Y PEQUEÑA DE SUS SIERVAS AMEN.-