Pequeños héroes de la Eucaristía
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24 mayo, 2017
María Luisa, contenta por ayudar a su madre, se puso su pequeño delantal azul, su sombrero y salió a toda prisa. Al verla corriendo, Isabel no pudo contener un suspiro: la pequeña sólo tenía diez años y era la primera vez que salía sin compañía…
María Beatriz Ribeiro Matos
Aquella aldea era tan pequeñita que parecía perdida en medio de los Alpes. Aislada entre altas montañas, lejos de la agitación de las villas y ciudades, la tranquilidad reinaba en las pintorescas casas que la componían. Sus habitantes eran, además, profundamente religiosos y gracias a la fuerza de su fe pasaban por dificultades, cansancios y arduas labores de la vida cotidiana con los ojos puestos en Dios, sin perder nunca la calma.
Carlos, un honesto leñador, vivía allí con su esposa, Isabel, y con sus cinco hijos: María Luisa, Enrique, Juana, Bernardo y Clara. Todos los días salía para su trabajo al amanecer y regresaba cuando el sol se estaba poniendo.
Un mañana, Isabel, como andaba un poco atrasada con sus quehaceres y tenía que llevarle la comida a su marido, le dijo a su hija mayor:
-María Luisa, necesito que hoy le lleves el almuerzo a tu padre. ¿Quieres?
-Sí, mama. Te veo muy ocupada con las tareas de la casa; yo ya he terminado los deberes del colegio.
-Está trabajando en el valle de los Patos, junto al Gran Bosque. Ten cuidado y presta atención para no perderte. Cuando llegues a la colina de los Cedros, lo llamas y él irá.
María Luisa, contenta por ayudar a su madre, se puso su pequeño delantal azul, su sombrero y salió a toda prisa. Al verla corriendo, Isabel no pudo contener un suspiro: la pequeña sólo tenía diez años y era la primera vez que salía sin compañía…
En la medida de lo posible, la niña andaba a pasos agigantados, porque quería entregar la comida aún caliente. Recorriendo encrucijadas y montes, llegó a la colina de los Cedros, jadeante y cansada.
-¡Papa! –decía.
Nada…
-¡Don Carlos!…
El viento y el trino de los pájaros eran la respuesta.
-Todavía debo de estar lejos- se dijo para sí.
Siguió adelante, más, más y más. Sin embargo, tuvo que pararse forzosamente: enfrente de ella se erguía majestuoso y temible el Gran Bosque, indicándole el final del trayecto.
“Tal vez papá habrá preferido almorzar a la sombra”, pensaba mientras se adentraba entre los árboles. Con todas las fuerzas de sus pequeños pulmones y levantando las manos hasta la boca gritó de nuevo. Y de nuevo se quedó sin respuesta…
Empezando a quedarse afligida, rezó en voz alta:
-Oh Santísima Virgen, te prometo un Rosario entero si encuentro a mi padre.
Y continuaba avanzando. No obstante, el tiempo pasaba con una rapidez espantosa y María Luisa, en medio de su preocupación, no se había dado cuenta de que unos nubarrones cubrían el cielo, anunciando una tormenta.
Después de una hora más de caminata cesó la lluvia y la niña, que no dejaba de adentrarse en el enmarañado bosque, se sintió agotada y se sentó bajo un árbol. El sol ya se estaba poniendo y María Luisa estaba solita… ¿Qué animales feroces le haría compañía a la pequeña esa noche que tendría que pasar en el Gran Bosque?…
Mientras tanto, Carlos llegaba de vuelta a casa, bastante tranquilo. Isabel lo recibió contenta.
-Ah, qué bien que has llegado. ¿Y María Luisa?
-¿María Luisa? –le respondió –No la he visto.
-¿Qué no la has visto? Fue a llevarte la comida hace mucho tiempo…
-Mira, no he visto ni el almuerzo ni a María Luisa. Por cierto, estoy con mucha hambre.
La fisonomía de la mujer se contrajo de susto y su corazón dio un vuelco, junto con el de su marido. Carlos salió de inmediato en busca de la pequeña, olvidándose de su hambre, e Isabel, afligida, le rezaba a la Virgen:
-Madre mía, tú que también pasaste por la angustia de perder a tu Hijo en el Templo, ¡ayúdanos! Si encontramos a María Luisa, mañana encomendaremos una Misa en tu honor…
Las horas se hacían eternas… Sonaba la media noche en el reloj del campanario de la parroquia cuando Carlos regresaba abatido y solo. Había buscado cuidadosamente por los alrededores de la colina, pero en vano: no había encontrado ni el mínimo rastro de María Luisa.
Al día siguiente, antes de amanecer, Isabel y sus hijos fueron a rezar a la iglesia por la niña, porque una noche en ese bosque lleno de osos y lobos hacía temer seriamente por ella. Los vecinos, apenados, se unieron a las oraciones de la familia, mientras el marido salía a toda prisa, una vez más, hacía la colina de los Cedros.
Llegaron allí, Carlos pudo escuchar el canto de una dulce voz… Venía del Gran bosque. Siguiéndola, se encontró con un conocido delantal azul y con un rostro radiante que, al escuchar el ruido, corría en su dirección con los brazos abiertos.
-¡María Luisa! –exclamó el afligido leñador, abrazando a su hija.
-¡Papá!
-¿Has pasado la noche en el bosque? ¿Qué ocurrió? ¿No tuviste miedo por quedarte sola?
-Oh no, no estuve solita. Al principio, sí, tuve mucho miedo. Me vi rodeada de oscuridad y perdida. Pero cogí mi rosario y empecé a rezar. En poco tiempo, todo a mi alrededor se volvió claridad y una Señora reluciente vino a hacerme compañía.
-¿Hablaste con ella?
-Sí, y me contó muchas cosas. Me dijo que era María Santísima y que ama mucho a quien en Ella confía, porque a todos quiere salvar y llevar por el buen camino, y nunca deja de oír las oraciones de los que piden su intercesión; no obstante, se disgusta enormemente cuando ofenden a su Hijo, Jesús. Como la noche estaba avanzada, aunque quería continuar conversando, me mandó que durmiera un poco. Me acosté sobre su regazo y la Virgen me cubrió con su hermoso y perfumado manto.
-Y cuando te despertaste ¿todavía estabas en sus brazos?
-¡Claro! Y me miraba sonriendo. Dijo que tenía que marcharse, pero que yo fuese siempre buena y piadosa, y nunca me olvidase de ese encuentro. Papá, ésta ha sido la mejor noche de mi vida.
Entonces María Luisa y su padre regresaron a casa donde su familia los recibió con enorme alegría. La pequeña fue creciendo, sin embargo, nunca se olvidó de la sonriente mirada de la Santísima Virgen. De hecho, aquella había sido la mejor noche de su vida.