¿Buen o mal ladrón?
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El monje contempló por unos momentos el precioso objeto, y complacido por su belleza dijo al comerciante: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma”
Hace mucho tiempo, cuando los EE.UU. todavía estaba siendo colonizado, se fundó un pequeño poblado cerca del mar. Su puerto, amplio y seguro, era muy frecuentado por los buques que iban y venían, trayendo pasajeros, mercancías y noticias de otras tierras. Este movimiento hizo prosperar al poblado.
Los comercios y tiendas se multiplicaron. Más tarde los residentes construyeron una Catedral, bella y grande, y junto a ella los monjes benedictinos levantaron un austero monasterio.
Allí se estableció Carlos, un inmigrante recién llegado del Viejo Continente con su familia, sus pocas pertenencias y, sobre todo, su esperanza de que en el Nuevo Mundo estaba el próspero futuro con el que soñaba.
No se engañó, pues su pequeño negocio creció ante los ojos de todos.
En un corto período de tiempo, se convirtió en un rico comerciante. Pero… el comercio no es sólo la prosperidad. El gran progreso de la ciudad hizo aumentar la competencia y cada nuevo año los negocios de Carlos iban disminuyendo y siendo menos rentables.
Mal aconsejado por falsos amigos, consultó a adivinos y brujas y usó todo tipo de amuletos, pero en vano, ya que estas prácticas supersticiosas sólo le trajeron nuevos fracasos. Por último, llegó a la situación de ruina total.
Su cómodo hogar y todos los demás bienes serían confiscados para pagar las deudas.
Una noche, derrumbándose en la desesperación, decidió decirle a su esposa, Dolores, todo lo que había hecho. Ésta, que hacía mucho tiempo que estaba preocupada por el extraño comportamiento de su esposo, se sorprendió al escuchar todos estos detalles. Pero supo dominarse y conversó pacientemente con él, recordándole que cuando con humildad reconocemos nuestros pecados, la Providencia nos perdona y se aprovecha de ellos para hacernos un mayor beneficio.
Al día siguiente, Dolores acompañó a su marido a la iglesia, donde se confesó, y se comprometieron a rezar juntos, todos los días, pidiéndole a Dios un medio para salir de tan triste situación.
Algún tiempo más tarde, Dolores, dijo:
— Hoy, mientras rezábamos, tuve una inspiración. Quién sabe, si vas al monasterio benedictino y los monjes nos ayudan de alguna manera…
Carlos consideró las palabras de su esposa como un signo que Dios respondería a su petición. Partió inmediatamente y caminó, bajo el sol canicular del mediodía, hasta el majestuoso monasterio, con la certeza de que allí encontraría auxilio.
Llamó a la puerta y poco después el monje portero abrió y le dio la bienvenida con gran amabilidad:
— ¡Gloria a Dios! ¿En qué puedo servirle?
Carlos le contó toda su historia y llorando cayó a sus pies. El monje le miró con benevolencia, lo tomó por el brazo lo levantó y le dijo:
— ¡No se desespere! Tenga siempre confianza en Dios y Su Santísima Madre. Ellos le ayudarán a econstruir su vida. Nuestro Señor dijo: “Si tienes la fe del tamaño de un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘transpórtate de aquí a allí’, y él irá; y nada os será imposible” . Y si Él cuida con tanto afecto los lirios del campo, ¿va a abandonar a uno de sus hijos?
Mientras el religioso procuraba consolar a Carlos, vio arrastrarse a un escorpión en las rocas, junto a la pared, fuera del monasterio. Sin mostrar ningún temor, cogió al venenoso animal y éste… instantáneamente se convirtió en un escorpión de oro cuajado de piedras preciosas. Una joya, ¡como nunca se había visto hasta entonces!
— ¡Tenga ánimo! Este don de Dios le ayudará a salir de sus dificultades —dijo, entregándole la valiosa pieza al comerciante que lo miraba estupefacto.
Carlos dio las gracias al benevolente monje y volvió a casa triunfante, donde le contó todo a Dolores y los dos dieron gracias a Dios por este milagro. Sus problemas estaban resueltos. Vendida la joya por un buen precio, pudieron saldar todas las deudas y reanudar la vida.
* * *
Pasaron varios años. En una brillante mañana de primavera, un distinguido caballero, bien vestido, tocó la campilla del monasterio benedictino, trayendo una caja en sus manos. Salió el portero y, como siempre hacía, saludó amablemente:
— ¡Gloria a Dios! ¿En qué puedo servirle?
— ¡Gloria a Dios! Mi buen hermano, soy Carlos, el comerciante. Estoy aquí para agradecer a Dios los favores recibidos a través de su reverencia.
Hace unos años, vine a este monasterio desesperado, pidiendo ayuda. Y he recibido no sólo los medios para reconstruir mi fortuna, sino algo mucho más valioso: ese día, me di cuenta de que la verdadera felicidad no está en el dinero, en los negocios o en este mundo que pasa, está en la entrega total en las manos de Dios y de Su Madre Santísima. Con esto, ¡mi vida ha cambiado!
Dicho esto, sacó de una caja un bello estuche de terciopelo, lo abrió y entregó al religioso un maravilloso escorpión de oro y piedras, más valioso incluso que aquél que el humilde monje le había dado años atrás, fruto de un milagro.
El monje contempló por unos momentos, con toda tranquilidad, el precioso objeto, y complacido por su belleza, le dijo a Carlos:
— Hijo, acuérdese de las palabras de Nuestro Señor: “De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma” Y más: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” .
En seguida, puso el escorpión de oro y diamantes en el mismo lugar donde, años antes, se arrastraba su predecesor. Éste al instante tomó vida y siguiendo su camino, desapareció en medio de las piedras.