Oración del Mes de María
9 noviembre, 2016San León Magno
10 noviembre, 2016
Por el orden en su constitución, precisión en su movimiento y belleza arrebatadora, el universo proclama la imposibilidad de haber sido originado por casualidad.
Luis Javier Camilo
Narra una antigua revista francesa1 que, hallándose Napoleón Bonaparte prisionero en la isla de Santa Elena, el general Bertrand, uno de sus oficiales, le preguntó en un tono que pretendía ser jocoso:
-¿Quién es Dios? ¿Ya lo has visto alguna vez?
-Te voy a responder con otra pregunta -contestó Napoleón.
-¿La genialidad es una cosa visible? ¿Ya la has visto para creer en ella? No obstante, en el campo de batalla, cuando se necesitaba una estrategia genial para lograr la victoria, todos gritaban: «¿Dónde está el emperador?».
-Es verdad -reconoció el general. -Ahora bien, ¿qué significaba ese grito sino que creíais en mi genialidad?
-Y de la misma forma que mis victorias os han hecho creer en mí, el universo me hace creer en Dios. ¿Qué es la mejor maniobra de guerra en comparación con el movimiento de los astros?
Conocer a Dios a través de sus obras
Este pequeño hecho ilustra cómo alguien ávido de poder y glorias mundanas, que llevó una vida apartada de la práctica de la religión, era capaz de reconocer la existencia del Creador a través de sus obras. Pues, como afirma el Apóstol, «lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la Creación del mundo a través de sus obras» (Rm 1, 20).
Por cierto, ese razonamiento no es nuevo. Aristóteles ya afirmaba que Dios «a pesar de ser invisible a toda naturaleza mortal, se le puede ver en sus obras».2
Y el Catecismo de la Iglesia Católica, haciéndose eco de dos concilios vaticanos, declara: «La Santa Madre Iglesia, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas».3
Por lo tanto, sirviéndonos de ejemplos, comparaciones y algunos hechos históricos, tratemos de reforzar nuestras convicciones sobre la existencia de Dios, para amarlo, servirlo y reverenciarlo mejor.
La causa primera de todas las cosas
Empecemos preguntándonos: ¿es posible justificar la existencia de las cosas que nos rodean? Tomemos como ejemplo una casa: no se construye a sí misma; necesita un constructor. Asimismo una planta proviene de una semilla y ésta, a su vez, de otra planta. No existe nada que no haya tenido un comienzo y que no proceda de otro ser.
Una persona podría recurrir a una larga serie de semillas y de plantas, que se preceden unas a otras; en cualquier caso, siempre llegaría a una primera semilla o a una primera planta de la cual provendrían las demás. En consecuencia, tendremos que desvelar quién es el autor y causa de la primera semilla o de la primera planta. ¿Quién es?
Solamente puede serlo Dios, la causa primera de todas las cosas. Imaginemos que, andando en pleno desierto, nos encontramos con un palacio. Y en uno de sus suntuosos salones nos hallamos ante un opíparo banquete. ¿Sería realmente posible pensar que son fruto de la casualidad? Diríamos que no, pues ciertamente hubo alguien que construyó el palacio, que montó la mesa y preparó la comida. Sería absurdo afirmar que todo eso surgió de forma espontánea, que fue simple consecuencia del acaso.
Aristóteles
“A pesar de ser
invisible a toda naturaleza mortal,
se puede ver a Dios en sus obras”.
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Voltaire
“Cuanto más lo
pienso, menos puedo
creer que este reloj pueda funcionar sin relojero”.
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Armand Quatrefages
“No hallé en ningún lugar
una raza importante que profesara el ateísmo”.
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Fred Hoyle
“¿Cuál sería
la probabilidad de que
tras el paso de un tornado
por un desguace quedase
montado un Boeing 747 listo para volar?”.
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Un orden sorprendente e inexplicable
Ahora bien, el mundo es un palacio maravilloso y un banquete magnífico nos es servido todos los días. Nada hay tan hermoso como el orden que reina en el universo.
El movimiento de los astros que giran sobre nuestras cabezas sin chocar nunca unos con otros, la estructura de las flores, el organismo extremamente complejo del cuerpo humano, todo un orden sorprendente e inexplicable. Imaginemos ahora que encontramos en mitad del campo una estatua de mármol de una belleza admirable.
La primera pregunta que surge al verla es: ¿quién ha sido el artista que la ha esculpido? Porque nadie osaría decir que la estatua surgió de la nada. Pues estamos en presencia de una obra inmensamente más bella: el mundo. La conclusión es inevitable: este mundo no ha podido ser organizado con tanta armonía si no es por una inteligencia, y esta inteligencia es la de Dios.
Se le atribuye al impío Voltaire un adagio que bien sintetiza dicha necesidad: «Cuanto más lo pienso, menos puedo creer que este reloj pueda funcionar sin relojero».4
La opinión de un científico contemporáneo
A la misma conclusión llega el astrónomo británico contemporáneo Fred Hoyle: «La vida no puede haber tenido un comienzo al azar. […] Hay cerca de dos mil enzimas, y la posibilidad de obtener todas ellas en un ensayo aleatorio es sólo una parte en 1040.000, una probabilidad exageradamente pequeña que no puede ser considerada, ni siquiera si el universo entero consistiera en una sopa orgánica».5
Es decir, se impone la necesidad de un Creador. Más conocido y aún más expresivo es otro ejemplo dado por el mismo científico: «En un desguace de chatarra se encuentran todos los fragmentos y piezas de un Boeing 747, sueltos y en desorden. Y ocurre que a través de ese depósito empieza a soplar un tornado.
¿Cuál es la probabilidad de que después de su paso nos encontremos un 747 completamente ensamblado y listo para volar?
Tan pequeña que resulta insignificante, incluso si el tornado hubiera atravesado suficientes desguaces para llenar todo el universo».6
El doble ejemplo del libro
Tomemos una bolsa repleta de pequeños trozos de papel, cada uno con una letra del alfabeto, y tiremos simultáneamente todos los papeles al suelo.
¿Alguien admitiría que esas letras podrían componer una página, o un libro entero conformado por ideas que siguen un orden lógico, de pura casualidad?
No, al leer un libro pensamos en su autor. Si la obra es interesante, elogiamos la gran capacidad de quien la hizo, pero si es aburrida, desestimamos al escritor. Nadie elogia o acusa nunca al «acaso». Hay mucho más orden y armonía en el universo que en el mejor de los libros. Todo tiene, por tanto, un autor: Dios.
Para la famosa escuela de los Victorinos, «el mundo de hecho es un libro escrito por la propia mano de Dios. […] Un ignorante ve un libro abierto; percibe signos, pero no conoce ni las letras ni el pensamiento que expresan.
Igualmente el insensato, el hombre animal que no percibe las cosas de Dios, ve la forma exterior de las criaturas visibles, pero no comprende los pensamientos que manifiestan: el hombre espiritual, por el contrario, bajo esa forma exterior y sensible contempla y admira la sabiduría del Creador».7
El testimonio de nuestra conciencia
Los argumentos que tratamos nos conducen a la constatación de la existencia de Dios a través de la observación del universo y del orden de la Creación.
Sin embargo, deseamos presentar ahora dos más que nos hablan continuamente en nuestro propio interior. Al practicar buenas acciones experimentamos un sentimiento de alegría, al optar por el mal nuestra conciencia protesta y nos censura, causándonos remordimiento.
Por sí misma, la conciencia discierne el bien y el mal, y siente que hay cosas permitidas y otras prohibidas. Ahora bien, al haber esa ley que rige las conciencias, es necesaria la existencia de un Legislador que la haya determinado. Así pues, el llamamiento de la conciencia humana proclama la existencia de un soberano Maestro de las conciencias, que es Dios.
Nunca encontramos en la Historia un pueblo ateo
La humanidad entera une su voz a la del universo. So pena
de injuriar el sentimiento común de todos los hombres, no tiene cabida poner en duda la existencia del Ser Supremo.
Y aquí no hay excepción de raza, ni de época o educación.
En todas partes, por todas las latitudes, en cualquier grado de civilización o de barbarie a la que pertenezcan, todos los pueblos tienen una religión. Jamás encontramos en la Historia un pueblo ateo.
Dirigiéndonos a cualquier parte del mundo, independientemente del período histórico, hallamos templos, altares, ceremonias y días de fiestas religiosas en alabanza a alguna divinidad. ¿Quién ha podido inscribir esta creencia en el corazón del hombre? ¿Cómo podría estar equivocada la humanidad entera con relación a esto?
Un conocido antropólogo francés escribió: «Obligado, en mi curso de formación, a revisar todas la razas humanas, busqué en ellas el ateísmo de arriba abajo. Pero no lo encontré en ninguna parte, salvo en individuos o en escuelas más o menos limitadas. […] En cualquier tiempo y lugar, la gran mayoría de los pueblos huían de él.
No hallé en ningún sitio una raza humana destacada, o incluso en una división menos importante de ésta, que profesara el ateísmo».8 Sin duda, los pueblos de todos los siglos y lugares han diferido en sus creencias. Unos adoran a las piedras, otros, a los animales y otros incluso al sol. Muchos han atribuido a sus ídolos sus propios vicios o cualidades.
Pero todos son unánimes en estar de acuerdo de que existe una divinidad a la cual es necesario rendirle culto. Contra la humanidad entera, ¿cuáles son los ateos que alzan su voz obstinada? El sentido común da testimonio contra ellos.
El mundo proclama que ha sido creado
San Agustín
La existencia de Dios creador es una verdad tan clara y plausible a la inteligencia que la Sagrada Escritura denomina insensatos a los que dicen que Dios no existe.
¿Hablan con verdadera convicción o por mera conveniencia? ¿No prefieren esos «ateos» que Dios no exista para poder abandonarse más fácilmente sin remordimientos al furor de sus pasiones? ¿No desean que nadie les señale sus flaquezas, ni juzgue sus acciones?
Escuchemos, pues, el testimonio de nuestra conciencia y el de la humanidad entera, comprendamos el lenguaje maravilloso de la Creación que nos circunda.
A partir de entonces, todas las veces que nuestra mirada se pierda en las profundidades del firmamento, en las bellezas de la naturaleza, en la grandeza de las montañas, en la inmensidad de los mares, rindamos homenaje a la sabiduría de Dios que creó y dispuso todas estas cosas.
Hay muchos que admiran los avances de la ciencia y se extasían ante los progresos del pensamiento, y es, realmente, un deber de justicia reconocerles su debido valor. Pero más necesario todavía es el elevarnos hasta la Inteligencia Suprema que puso la naturaleza con tanta sabiduría a nuestra disposición.
En este sentido, canta el prodigio de inteligencia que fue el Águila de Hipona: «Aparte de los anuncios proféticos, el mismo mundo, con sus cambios y movilidad tan ordenada y con la esplendente hermosura de todas las cosas visibles, proclama, en cierto modo silenciosamente, que él ha sido creado y que sólo lo ha podido ser por un Dios inefable e invisiblemente grande, inefable e invisiblemente hermoso».9
1 Se trata de uno de los fascículos coleccionables editados en Francia, a finales del siglo XIX, titulados Causeries du dimanche. En él se basa buena parte de los argumentos y de los ejemplos usados en este artículo.
2 ARISTÓTELES. De mundo, c. 6. El padre Louis-Claude Fillion menciona esta frase del filósofo al analizar el referido pasaje de la Epístola a los Romanos, y recuerda que en el Antiguo Testamento se recurre con frecuencia al mismo raciocinio -al que llama argumento físico- para probar la existencia de Dios (cf. FILLION, Louis-Claude. La Sainte Bible commentée. 3.ª ed. París: Letouzey et Ané, 1921, t. VIII, p. 25).
3 CCE 36.
4 «Pour ma part, plus j’y pense et moins je puis songer que cette horloge marche et n’ait point d’horloger».
5 HOYLE, Fred; WICKRAMASINGHE, Chandra. Evolution from Space. New York: Simon and Schuster, 1984, p. 176.
6 HOYLE, Fred. The Intelligent Universe, apud PISANO, Raffaele; PASCUAL, Rafael (Org.). Giornata di studio sulla relazione scienze e religioni. Trento: Uni Service, 2008, p. 205.
7 HUGONIN, Flavien. Essai sur la fondation de l’école de Saint-Victor de Paris. París: Librairie Classique D’Eugene Belin, 1854, pp. 94-95.
8 QUATREFAGES DE BRÉAU, Jean Louis Armand. The human species. New York: Appleton, 1879, pp. 482-483.
9 SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L. XI, c. 4, n.º 2: ML 41, 319.