«Este es mi Cuerpo… ésta es mi sangre»: Los Milagros Eucarísticos
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Más que la Encarnación o la muerte en la Cruz, el amor de Dios para con los hombres manifestado en la Eucaristía ultrapasa nuestra capacidad de comprensión.
Hermana Clara Isabel Morazzani Arráiz, EP
Corría el año de 1264. El Papa Urbano IV ordenó que se convocara una selecta asamblea que reuniese a los más famosos maestros de teología de aquel tiempo. Entre ellos se encontraban dos varones conocidos no sólo por el brillo de la inteligencia y pureza de su doctrina, sino por la heroicidad, sobre todo, de sus virtudes: Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura.
La razón de la convocatoria se relacionaba con una reciente bula pontificia en la que se instituía una fiesta anual en honor al Santísimo Cuerpo de Cristo. Para que esta conmemoración tuviese un gran esplendor, deseaba Urbano IV que se compusiera un Oficio, como también lo propio a la Misa a ser cantada en esa solemnidad. Así, solicitó a cada uno de aquellos doctos personajes que elaboraran una composición y se la presentasen en unos días, con el fin de escoger la mejor.
Célebre se hizo el episodio ocurrido durante la sesión. El primero en exponer su obra fue fray Tomás. Serena y calmamente, desenrolló un pergamino y los circundantes oyeron la declamación pausada de la Secuencia compuesta por él:
Lauda Sion Salvatorem, lauda ducem et pastorem in hymnis et canticis (Loa, Sión, al Salvador, alaba a tu guía y pastor con himnos y cánticos)… Admiración general.
Fray Tomás concluía: …tuos ibi commensales, cohæredes et sodales, fac sanctorum civium (admítenos en el Cielo entre tus comensales y haznos coherederos en compañía de los que habitan la ciudad de los santos).
Fray Buenaventura, digno hijo del Poverello de Asís, sin titubear rasgó su composición; y los demás lo imitaron, rindiéndole tributo de esta manera al genio y la piedad del Aquinate. La posteridad no llegó a conocer las demás obras, sublimes sin duda, pero inmortalizó el gesto de sus autores, verdadero monumento de humildad y modestia.
Origen de la fiesta de “Corpus Christi»
Varios motivos condujeron a que la Sede Apostólica diese este nuevo impulso al fervor eucarístico, haciendo extensiva a toda la Iglesia una devoción que ya se venía practicando en ciertas regiones de Bélgica, Alemania y Polonia. El primero de ellos se remonta a la época en que Urbano IV, entonces miembro del clero belga de Liège, examinó cuidadosamente el contenido de las revelaciones con las que el Señor se dignó favorecer a una joven religiosa del monasterio agustino de Mont-Cornillón, cercano a aquella ciudad.
En 1208, cuando tenía sólo 16 años, Juliana fue objeto de una singular visión: un refulgente disco blanco, semejante a la luna llena, que tenía uno de sus lados oscurecido por una mancha. Tras algunos años de oración, le fue revelado el significado de aquella luminosa “luna incompleta”: simbolizaba la Liturgia de la Iglesia, a la cual le faltaba una solemnidad en alabanza al Santísimo Sacramento. Santa Juliana de Mont-Cornillón había sido elegida por Dios para comunicar al mundo ese deseo celestial.
Pasaron más de veinte años hasta que la piadosa monja, dominando la repugnancia que procedía de su profunda humildad, se decidiera a cumplir su misión y relatara el mensaje que había recibido. A pedido suyo, fueron consultados varios teólogos, entre ellos el P. Jacques Pantaleón —futuro Obispo de Verdún y Patriarca de Jerusalén—, que se mostró entusiasmado con las revelaciones de Juliana.
Algunas décadas más tarde, y ya habiendo fallecido la santa vidente, quiso la Divina Providencia que el ilustre prelado fuese elevado al Solio Pontificio en 1261, escogiendo el nombre de Urbano IV.
Se encontraba este Papa en Orvieto, en el verano de 1264, cuando llegó la noticia de que, a poca distancia de allí, en la ciudad de Bolsena, durante una Misa en la iglesia de Santa Cristina, el celebrante —que sentía probaciones en relación a la presencia real de Cristo en la Eucaristía— había visto como la Hostia Sagrada se transformaba en sus propias manos en un pedazo de carne, que derramaba abundante sangre sobre los corporales.
La crónica del milagro se difundió rápidamente en la región. El Papa, informado de todos los detalles, pidió que llevaran las reliquias a Orvieto, con la debida reverencia y solemnidad. Él mismo, acompañado por numerosos cardenales y obispos, salió al encuentro de la procesión que se había organizado para trasladarlas a la catedral.
Poco después, el 11 de agosto del mismo año, Urbano IV emitía la bula Transiturus de hoc mundo, por la que se determinaba la solemne celebración de la fiesta de Corpus Christi en toda la Iglesia. Una afirmación contenida en el texto del documento dejaba entrever un tercer motivo que contribuiría a la promulgación de la mencionada festividad en el calendario litúrgico: “Aunque renovemos todos los días en la Misa la memoria de la institución de este Sacramento, aún estimamos conveniente que sea celebrada más solemnemente, por lo menos una vez al año, para confundir particularmente a los herejes; pues en el Jueves Santo la Iglesia se ocupa de la reconciliación de los penitentes, la consagración del santo crisma, el lavatorio de los pies y otras muchas funciones que le impiden dedicarse plenamente a la veneración de este misterio».
Así, la solemnidad del Santísimo Cuerpo de Cristo nacía también para contrarrestar la perjudicial influencia de ciertas ideas heréticas que se propagaban entre el pueblo en detrimento de la verdadera Fe.
En el siglo XI, Berengario de Tours se opuso abiertamente al Misterio del Altar al negar la transubstanciación y la presencia real de Jesucristo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en las sagradas especies. Según él, la Eucaristía no era sino pan bendito, dotado sólo de un simbolismo especial. A principios del siglo XII, el heresiarca Tanquelmo esparcía sus errores por Flandes, principalmente en la ciudad de Amberes, afirmando que los sacramentos y la Santísima Eucaristía, sobre todo, no poseían ningún valor.
Aunque todas esas falsas doctrinas ya estuvieran condenadas por la Iglesia, algo de sus ecos nefastos aún se sentían en la Europa cristiana. Así que Urbano IV no juzgó superfluo censurarlas públicamente, de manera que les quitase prestigio e inserción.
La Eucaristía pasa a ser el centro de la vida cristiana
A partir de este momento, la devoción eucarística florecía con gran vigor entre los fieles: los himnos y antífonas compuestos por Santo Tomás de Aquino para la ocasión — entre ellos el Lauda Sion, verdadero compendio de teología del Santísimo Sacramento, llamado por algunos el credo de la Eucaristía— pasaron a ocupar un lugar destacado dentro del tesoro litúrgico de la Iglesia.
Con el transcurso de los siglos, bajo el soplo del Espíritu Santo, la piedad popular y la sabiduría del Magisterio infalible se aliaron en la constitución de costumbres, usos, privilegios y honras que hoy acompañan al Servicio del Altar, formando una rica tradición eucarística.
Aún en el siglo XIII, surgieron las grandes procesiones que llevaban al Santísimo Sacramento por las calles, primeramente dentro de un copón cubierto y después expuesto en un ostensorio. También en este punto el fervor y el sentido artístico de las diferentes naciones se esmeraron en la elaboración de custodias que rivalizaban en belleza y esplendor, en la confección de ornamentos apropiados y en la colocación de inmensas alfombras de flores a lo largo del camino que recorrería el cortejo.
Los Papas Martín V (1417-1431) y Eugenio IV (1431-1447) concedieron generosas indulgencias a quien participase en las procesiones. Más tarde, el Concilio de Trento —en su Decreto sobre la Eucaristía, de 1551— subrayaba el valor de estas demostraciones de Fe: “Declara además el santo Concilio que muy piadosa y religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años, determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las calles y lugares públicos».1
El amor eucarístico del pueblo fiel no se restringió solamente a manifestaciones externas; al contrario, eran la expresión de un sentimiento profundo puesto por el Espíritu Santo en las almas, en el sentido de valorar el precioso don de la presencia sacramental de Jesús entre los hombres, conforme sus propias palabras: “Y yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). El misterio del amor de un Dios que no sólo se hizo semejante a nosotros para rescatarnos de la muerte del pecado, sino que quiso permanecer, en un extremo de ternura, entre los suyos, escuchando sus pedidos y fortaleciéndoles en sus tribulaciones, pasó a ser el centro de la vida cristiana, el alimento de los fuertes, la pasión de los santos.
Fundador de los Heraldos del Evangelio celebrando la Santa Misa
San Pedro Julián Eymard, ardiente devoto y apóstol de la Eucaristía, expresaba en términos llenos de unción esta celestial “locura” del Salvador al permanecer como Sacramento de vida para nosotros:
«Se comprende que el Hijo de Dios, llevado por su amor al hombre, se haya hecho hombre como él, pues era natural que el Creador estuviese interesado en la reparación de la obra que salió de sus manos. Que, por un exceso de amor, el Hombre Dios muriese en la Cruz, se comprende también. Pero lo que no se comprende, aquello que espanta a los débiles en la Fe y escandaliza a los incrédulos, es que Jesucristo glorioso y triunfante, después de haber terminado su misión en la tierra, quiera permanecer aún con nosotros, en un estado más humillante y aniquilado que en Belén o en el Calvario».2
«He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros»
La Eucaristía es el mayor y más sublime de todos los Sacramentos. Aunque el Bautismo merezca, en cierto modo, estar en primer lugar para introducirnos en la vida divina, al hacernos hijos de Dios y partícipes de su naturaleza, la Eucaristía lo supera en cuanto a la sustancia, pues se trata del verdadero Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
El momento mismo y las circunstancias solemnes en que fue instituido indican la importancia y veneración que Cristo quería infundir en las almas de sus discípulos mediante este admirable Sacramento. Para ello había reservado Él las últimas horas que le quedaban de convivencia con los Apóstoles antes de caminar hacia la muerte, pues “las últimas acciones y palabras que hacen y dicen los amigos en el momento de separarse, se graban con más profundidad en la memoria, imprimiéndose con más fuerza en el alma».3
En aquellos instantes —se podría afirmar— su adorable Corazón latía con santa celeridad por realizar, en el tiempo, aquello que desde la eternidad había contemplado su ciencia divina. Sus palabras “he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi Pasión” (Lc 22, 15), traslucen claramente los inefables anhelos del amor de Dios Encarnado por todos los hombres, la “multitud de hermanos” (Rm 8, 29), por quienes iría a ofrecerse esa misma noche.
El deseo del Divino Maestro era que el misterio de su Cuerpo y Sangre se perpetuase por los siglos futuros: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). Hemos de considerar, no obstante, que ya mucho antes de la Encarnación la Providencia divina había multiplicado los símbolos y figuras que permitirían a los hombres comprender y amar mejor este Sacramento.
A este respecto, dice Santo Tomás de Aquino: “Este Sacramento es especialmente un memorial de la Pasión de Cristo; y convenía que la Pasión de Cristo, por la que Él nos ha redimido, tuviese una prefigura para que la Fe de los antiguos fuera encaminada hacia el Redentor».4
Melquisedec: símbolo y prenuncio del Supremo Sacerdote
Uno de los signos más remotos de la Eucaristía aparece en el capítulo 14 del Génesis, con ese personaje fascinante y misterioso que salió al encuentro de Abraham para bendecidlo —cuando regresaba de su victoria contra los reyes— ofreciéndole pan y vino. Melquisedec, “rey de Salém, que era sacerdote de Dios, el Altísimo” (Gn 14, 18), reunía en sí las glorias de la realeza, la santidad sacerdotal y el carisma profético.
Era el símbolo mismo de Aquél que más tarde proclamaría ante Pilatos: “Yo soy rey” (Jn 18, 37) y sobre quien todos comentaban: “Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros” (Lc 7, 16). Pero en lo que Melquisedec se mostraba más plenamente como imagen de Cristo, fue en la posesión de un sacerdocio superior al de Aarón, según se narra en la Carta a los Hebreos: “Y si la perfección se daba por el sacerdocio levítico […] ¿qué necesidad hubo después de que se levantase otro sacerdote nombrado según el orden de Melquisedec, y no según el de Aarón? Y aun esto se manifiesta más claro; supuesto que sale a luz otro sacerdote a semejanza de Melquisedec, establecido, no por ley de sucesión carnal como Aarón, sino por el poder de su vida inmortal; como lo declara la Escritura diciendo: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (Hb 7, 11. 15-17).
Cuando Jesucristo baja a la tierra ya no ofrece pan y vino como otrora lo hiciera Melquisedec, sino el sacrificio puro de su Cuerpo y Sangre: “Tú no quisiste víctima ni oblación; pero me diste un oído atento; no pediste holocaustos ni sacrificios, entonces dije: ‘Aquí estoy’” (Sal 39, 7-8). Así, Él llevó a la plenitud aquello que Melquisedec tan sólo había preanunciado.
El Cordero entregado a la muerte por los pecados del pueblo
En el libro del Éxodo abundan las figuras que nos acercan a la Eucaristía. Las encontramos, sobre todo, en la cena pascual prescrita a Moisés por el mismo Dios hasta en los mínimos detalles, en la que los israelitas debían inmolar un cordero sin defecto y comerlo con panes ácimos al atardecer.
Sobre ello nos enseña el Doctor Angélico: “En este Sacramento se pueden considerar tres cosas: lo que es ‘sacramentum tantum’, o sea, el pan y el vino; lo que es ‘res et sacramentum’, o sea, el verdadero cuerpo de Cristo; y lo que es ‘res tantum’, o sea, el efecto de este Sacramento. […] Pero el cordero pascual prefiguraba este Sacramento en estos tres aspectos. En lo que se refiere al primero, porque se comía con pan ácimo, según la norma de Ez 12, 8: ‘Comerán carne con pan ácimo’. En lo que se refiere al segundo, porque todos los hijos de Israel lo inmolaban el día 14 de la luna, lo cual era figura de la pasión de Cristo, quien por su inocencia se llama cordero. Y en lo que se refiere al efecto, porque la sangre del cordero pascual protegió a los hijos de Israel del ángel exterminador y los libró de la servidumbre egipcia«.5
El pan sin levadura —con el que los judíos deberían comer la carne del cordero— representaba también la integridad del Cuerpo de Cristo, concebido en las entrañas purísimas de María, sin ninguna mácula de pecado, y que después de haber muerto no llegó a experimentar la corrupción, como lo anunciaría David: “No me entregarás a la Muerte ni dejarás que tu amigo vea el sepulcro” (Sal 15, 10).
Por eso el Salvador escogió la noche de la Pascua, principal fiesta judaica, para dejar a la humanidad su legado de amor, para que comprendieran que Él mismo es el Cordero inmaculado que había sido entregado a la muerte para quitar los pecados del mundo, por cuya sangre sería apartada la sentencia de condenación que pesaba sobre nosotros desde la caída de Adán y Eva.
Aquella ofrenda que los israelitas, reunidos en Jerusalén, inmolaban a la sombra de una figura profética, el Señor la llevaba a la perfección rodeado por un puñado de discípulos en el exiguo ambiente del Cenáculo. Sin embargo, aquello que por las circunstancias Jesús se vio obligado a realizar en la oscuridad, los Apóstoles deberían decirlo sin tapujos, en el momento oportuno, y proclamarlo a los cuatro vientos (cf. Mt 10, 27), de manera que el Sacrificio de la Nueva Alianza sustituyese definitivamente a los sacrificios antiguos y en adelante fuera celebrado diariamente sobre los altares de la tierra entera. Se cumpliría de esta forma las palabras del Espíritu Santo pronunciadas por la boca de Malaquias: “Desde la salida del sol hasta su ocaso, mi Nombre es grande entre las naciones y en todo lugar se presenta a mi Nombre un sacrificio de incienso y una ofrenda pura” (Ml 1, 11).
A respecto de este pasaje profético, Alustrey comenta: “Estos, pues, son los caracteres del nuevo culto vaticinado por Malaquías: universalidad absoluta de tiempos y lugares, limpieza objetiva de la víctima en sí, incapaz de ser manchada con indignidad alguna del oferente; excelencia insigne, de la que seguirá una gran glorificación de Dios entre las gentes».6
Alimento que repone fuerzas y da vigor
Otra imagen de gran expresividad es la del maná, al que el propio Jesús alude en el sermón sobre el Pan de Vida, referido en el capítulo sexto de San Juan. Este alimento tenue y granulado como la escarcha (cf. Ex 16, 14), que contiene en sí todos los deleites (cf. Sb 16, 20), que nutrió al pueblo elegido durante su largo viaje por el desierto, es también símbolo del Pan del Cielo, prenda de la resurrección futura, que alimenta a todo cristiano, dándole las gracias y fortaleza necesarias para atravesar el desierto de esta vida y llegar a la Tierra Prometida, es decir, a la Patria Celestial.
« El maná que Dios hacía caer cada mañana —comenta San Pedro Julián Eymard— sobre el campamento de los israelitas, contenía todos los gustos y propiedades; reponía las fuerzas perdidas, daba vigor al cuerpo y era un pan muy suave. También la Eucaristía, prefigura del maná, contiene todo tipo de virtudes; es medicina contra nuestras enfermedades, fuerza contra nuestras flaquezas cotidianas, fuente de paz, de gozo y felicidad».7
La mesa revestida de oro
Finalmente, de nuevo en el Éxodo, encontramos una prefigura más de este divino Sacramento cuando Dios le dio orden a Moisés de que hiciera una mesa de madera revestida de oro puro, donde fueran puestos permanentemente ante el Señor los panes sagrados o panes de la proposición.
Aquellos panes, “cosa santísima” (Lv 24, 9) que sólo a los sacerdotes les estaba permitido comer, exigían la pureza ritual del cuerpo (cf. 1 S 21, 4-5) y debían ser consumidos “en el recinto sagrado” (Lv 24,9). A nosotros se nos exige, si queremos aproximarnos a la mesa de la Eucaristía, una purificación mucho mayor que aquella prescrita en la Ley mosaica: “El que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (1 Co 11, 27-29).
Por otra parte, si los panes de la proposición estaban reservados exclusivamente a Aarón y a sus sacerdotes, Nuestro Señor Jesucristo, el verdadero Pan de la proposición, se ofrece como alimento a todos los fieles, sin excepción, y le da a los hombres un privilegio que a los ángeles —por su naturaleza— no les es dado gozar. “¡Cosa admirable! Los pobres, los siervos y los humildes comen a su propio Señor” —canta el himno Sacris Solemnis, también compuesto por Santo Tomás de Aquino para la fiesta de Corpus.
La mesa de oro sobre la cual se encontraban los panes contiene otro simbolismo muy elevado: es la prefigura de la Madre de Dios, en cuyo seno ha sido formado el Cuerpo de Jesús. Sobre esto comenta el P. Jourdain: “María es la mesa mística magníficamente adornada y hecha de madera incorruptible, que Dios ha preparado para los que se complacen en la meditación de las cosas divinas. Ella es la mesa santa y sagrada, que lleva el Pan de Vida, Jesucristo Nuestro Señor, el sustentáculo del mundo».8
Podríamos mencionar muchos otros signos en el Antiguo Testamento sobre el Sacramento de la Eucaristía: Abraham que ofrece a su hijo Isaac en sacrificio (cf. Gn 22, 1-13); el pan cocido sobre piedras calientes por el que Elías recobró las fuerzas para andar durante cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al Horeb, el monte de Dios (cf. 1 R 19, 5-8); la multiplicación de los panes obrada por el profeta Eliseo para alimentar a cien personas (cf. 2 R 4, 42-44); etc.
Preparación próxima para la revelación de la Eucaristía
En el Nuevo Testamento encontramos tres señales insignes por las cuales el Salvador fue preparando a las almas para el gran misterio cuya manifestación había reservado para la víspera de su Pasión.
Primero, la transmutación del agua en vino, en las bodas de Caná de Galilea, cuyo efecto nos lo es relatado por San Juan: “Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2, 11). Más tarde, la multiplicación de los panes, con la cual Jesús sació a más de cinco mil personas que lo habían seguido hasta el desierto (cf. Mt 14, 15-21). A este segundo milagro siguió otro, pocas horas después: estando los discípulos en la barca, en medio del mar agitado, vieron que Jesús se acercaba a ellos andando sobre las aguas (cf. Mt 14, 24-33). A través de estos prodigios, el Divino Maestro quiso demostrar el poder absoluto que poseía sobre el vino y el pan, como también sobre su propio Cuerpo.
Ejemplos tan hermosos nos muestran como el Creador, en cuanto divino Pedagogo, había ido preparando pasa a paso a las mentes para la revelación del Sacramento de la Eucaristía, eterno testimonio de su amor y de su deseo de permanecer entre nosotros.
¡Arrodillémonos delante del Tabernáculo!
¿Cuáles deberían ser nuestra actitud y nuestros sentimientos al considerar el extremo de bondad que Dios hecho
Hombre tiene hacia la criatura rescatada por su Sangre y no la abandonó, habiéndose encarnado, sino que se ha mantenido presente, asistiendo y amparando a todos los que a Él quisieran acercase?
Arrodillémonos delante del Tabernáculo o delante, aún mejor, del Ostensorio, entreguemos a Jesús Sacramentado todo nuestro ser —nuestro cuerpo con todos sus miembros y órganos, nuestro alma, con sus potencias, sus cualidades e incluso con sus propias miserias— y ofrezcámosle a Dios Padre la divina Sangre de su Hijo, derramada en la Cruz en reparación de nuestras faltas.
De modo análogo a los rayos del sol que nos dejan, incidiendo sobre la cara, colorado y moreno, así también, ante el Santísimo Sacramento nuestra alma recibe una renovada infusión de gracias, invitándonos al abandono total en las manos de Jesús, por medio de María. Nuestras almas irán transformándose, así, rumbo a la santidad a la cual Dios nos ha llamado.
Y si en algún momento, las dificultades de la vida nos hiciesen sentir desánimo o aridez, acordémonos de estas elocuentes palabras del padre Faber:
» Muchas veces, cuando el hombre se deja llevar por la desesperación y es asaltado con preguntas, dudas, desánimos e incertidumbres, en considerar su vida, y se siente rodeado de enemigos que aúllan a su alrededor como fieras furiosas, viene entonces un impulso, que es una gracia, y lo conduce a arrodillarse ante el Santísimo Sacramento y, sin hacer esfuerzo, he aquí que todos aquellos clamores se hunden en el silencio. El Señor está con él: el oleaje se aquietó, la tempestad se calmó en un instante, sin embarazo, el viaje va a terminar en el punto buscado. No ha sido necesario sino mirar a la faz de Jesús, las nubes se dispersaron y la luz se hizo. El esplendor del Tabernáculo reaparece como el sol«.9 ²
1 DENZINGER-HÜNERMANN, n. 1644.
2 EYMARD, San Pedro Julián. Obras Eucarísticas, “Eucaristía”. 4. ed. Madrid: 1963, p. 65.
3 ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Santísima Eucaristía. 2. ed. Madrid: BAC, 1952, p. 19-20.
4 AQUINO, S anto Tomás de. 4 Sent., dist. 8, q. 1, a.2 apud: ALASTRUEY, Op. Cit., p. 7.
5 AQUINO, Santo Tomás de. Suma Teológica III, q. 73, a. 6, Resp.
6 ALASTRUEY, Op. cit., p. 286.
7 EYMARD, Op. cit., p. 272.
8 JOURDAIN, Z.-C. Somme des Grandeurs de Marie. Paris: Hippolyte Walzer Ed., 1900, t. I, p. 467.
9 FABER, Frederick William. O Santíssimo Sacramento. Petrópolis: Vozes, 1929, p. 217.
(Revista Heraldos del Evangelio, Junio/2009, n. 90, p. 24 a 31)